Concluye un año difícil para las familias mexicanas y se perfila uno aún más complicado, con elecciones presidenciales, renovación plena en el Congreso y en el Poder Ejecutivo de ocho estados de la República y de la capital Ciudad de México. Aunque prevalece la incertidumbre –sobre quién ganará las elecciones, sobre el futuro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la fortaleza de nuestra economía para soportar éste y otros impactos–, el año que inicia representa una extraordinaria oportunidad. No sólo porque el cambio de administración abre ventanas para ajustar, robustecer y mejorar las políticas públicas, sino porque parecemos estar al borde de una auténtica transformación ciudadana. Una sobre la cual construir, ahora sí y en serio, bases para un desarrollo sostenible, justo e incluyente en el mediano y largo plazos.
Sobre el año que termina, nos deja algunos buenos resultados en un océano de incertidumbre y retos. La reducción de la pobreza y la pobreza extrema, aun tomando en cuenta los ajustes en la metodología, es una buena y bienvenida noticia. Lo son menos la prevalencia de la pobreza en las comunidades marginadas, casi siempre indígenas; las enormes brechas que hay dentro de municipios y territorios en el país; la profunda y lacerante desigualdad, que sigue haciendo prácticamente imposible a un grupo de mexicanas y mexicanos salir de la pobreza, y el hecho de que la violencia ha vuelto a sus niveles más altos, o más bien ha repuntado hasta ser la más alta en la historia si la medimos con la tasa de homicidios. Aunque no contamos con instrumentos y mecanismos para valorar los efectos de la violencia en territorios y comunidades rurales, es un hecho que sus efectos representan un obstáculo más a la supervivencia de nuestras comunidades.
Además, se avecinan tormentas como resultado de la incertidumbre económica.
Esa incertidumbre está asociada a la desconfianza sobre las bases fundamentales de la economía mexicana; aunque (casi) se ha dado por descontado el efecto que tendría la cancelación del TLCAN, la reforma fiscal en Estados Unidos (que en el corto plazo no tiene efectos, pero en el mediano y largo plazos aumenta el déficit público y el riesgo de un nuevo colapso económico en ese país) y la falta de certeza jurídica en nuestro territorio conforman un escenario preocupante.
Si no precisamente “colgada de alfileres”, como en 1994, nuestra economía está colgada con estambre, y su capacidad para hacer frente a un nuevo vendaval es incierta. En este entorno es indispensable que los procesos electorales resuelvan tensiones –y no sumen elementos de incertidumbre–. Y aunque existen condiciones para que así sea, la desfachatez con que los partidos, todos, han sacado provecho de las lagunas legales existentes para iniciar campañas de forma anticipada no es un buen augurio.
La capacidad de nuestros partidos para competir de forma limpia y actuar con apertura y honestidad en la elección es importante, y será uno de los raseros con los cuales medir cuánto ha echado raíces nuestra democracia. Más importante aún que quién gane, porque no hay grandes ni fundamentales diferencias entre los proyectos de los partidos para la conducción del país y la creación de nuevas bases para el desarrollo.
Una vez se resuelva quién ocupará la Presidencia, contaremos también con un Congreso enteramente nuevo, y las agendas legislativas de los partidos y alianzas en competencia serán fundamentales. De forma conjunta, la nueva administración y el Legislativo tendrán la tarea de transformar la política pública para hacerla más eficaz, por medio de distintos mecanismos:
Crear bases para una transformación de esta envergadura llevará años, pero empezamos hoy. Y ello es posible no porque tal o cual partido abra la puerta para ello, sino porque la sociedad está harta de la opacidad, la corrupción e ineficacia de sus gobiernos –de todos los partidos, en todos los niveles.
Es ese hartazgo, patente en todas las encuestas (y en cualquier conversación), el factor que representa la verdadera oportunidad del año entrante. No la elección, y ciertamente no el cambio de administración, el posible cambio del partido en el gobierno, ni un hipotético “cambio de régimen”. Es el hartazgo el que hará indispensable para las autoridades del Estado ajustar el rumbo. Ahí radica la oportunidad de crear bases para una transformación profunda, que permita integrar al desarrollo a comunidades marginadas en territorios pobres. Aunque nos tome 20 años –o cien– empezamos ahora. Rimisp y sus socios están listos para poner manos a la obra. Ojalá se sume, querida lectora .